Por Dora Fernández
Si en este momento alienta a su equipo favorito en un estadio brasileño o postergó una reunión para ver el próximo encuentro de balompié, lo entiendo. Quién puede sustraerse a ver el mundial de fútbol. Es un deporte mágico, que hipnotiza, une y desune a sus partidarios. Las emociones son inocultables. Solo hay que ver el rostro de los ticos que acaban de clasificarse para octavos; ese país liliputiense, es una fiesta de principio a fin.
Latinoamérica tiene sus monstruos que se ufanan de sus goles; son individualidades, amados cual divos, pero deportivamente el equipo es un David frente al Goliat europeo. Basta observar el tecnicismo que ponen en práctica, demuestran su poderío. Lo ocurrido con Costa Rica es algo sui generis, impredecible, una amalgama de esfuerzo, estudio, fe y garra impulsados por un coach que dicen vigila cuanto comen y duermen sus pupilos. Porque la bohemia siempre pasa factura al deportista
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