Un nuevo amanecer en Roosevelt State Park

Por Juan Manuel Castañeda Chávez

En frente  se observaba un apacible y extenso lago, rodeado de altos árboles en todo su contorno, que  se mecían en calma y solo  mostraba  leves  ondas en sus aguas originadas por el viento o tal vez por  el movimiento de peces, tortugas y acaso por algún  otro habitante de este entorno lacustre.

Sentados cerca de las carpas  del campamento que habíamos levantado en unos claros entre un bosque interminable de frondosos  árboles observábamos caer la tarde mientras tomábamos un breve descanso luego de una intensa jornada, cuando recibimos la silenciosa visita de una extendida multitud de luminosos bichitos que empezaron a encender el atardecer con  sus constantes chispazos de luz por doquier  transformando de ese modo,  estas pequeñas luciérnagas,  la apacible tarde en un mágico encuentro con la naturaleza.

El sitio que nos albergaba pertenece al  Parque Estatal Roosevelt del Estado de Mississippi, un área natural protegida  que incluye también un espacio dedicado al esparcimiento y disfrute  público.  Pertenece a una amplia y compleja   red de zonas similares extendidas por todo el país y que además  comparten el mismo espíritu de protección de la naturaleza que propició, a finales del siglo diecinueve, la creación del primer Parque Nacional del mundo.

En efecto,  en 1872 el gobierno de Estados Unidos constituyó el Parque Nacional de Yellowstone, una inmensa área natural,   con el fin de  proteger su singular flora, fauna y especiales características geomorfológicas  convirtiéndose así  en  el primer Parque Nacional declarado del mundo e inaugurándose  de ese modo la protección oficial de grandes  zonas naturales que desde entonces  felizmente se ha extendido por  todo el orbe. Cien años después, con el avance en la protección del patrimonio cultural el ámbito de la naturaleza también  fue incluido en el Convenio de Patrimonio Mundial de 1972 y desde entonces grandes espacios naturales fueron declarados  Patrimonio de la Humanidad  siendo deber de todos protegerlos.

El Parque Estatal Roosevelt está custodiado por unos funcionarios forestales llamados   Rangers que verifican con constantes rondas  que todo esté en orden.  Aquel día por la mañana,  el parque  nos  dio la bienvenida con un sonido repetitivo y constante que delataba  a un  disciplinado pájaro carpintero que en un algún lugar cercano  pero invisible para nosotros, incesantemente taladraba un  árbol y  su tamborileo  se oía también como un recordatorio de la vital e imprescindible tarea de proteger la naturaleza de todo el orbe  como única vía para  seguir compartiendo este planeta azul con todos sus habitantes.

Aunque en la historia de la humanidad han existido sociedades y culturas que han mostrado mayor respeto y armonía con el medio ambiente que les rodeaba, como las culturas precolombinas y en especial la milenaria cultura andina, en términos contemporáneos, frente a la desaforada industrialización que amenaza nuestro hábitat  la preocupación por este primordial tema  se ha reflejado en documentos internacionales como la Declaración de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano de Estocolmo (1972), el Informe Bruntdland o Nuestro Futuro Común (1987),  los Objetivos de Desarrollo Sostenible (2015), y entre otros convenios el Acuerdo de Paris (2016), que intentan revertir el desencuentro entre el desarrollo de los pueblos y su relación con el medio ambiente para de ese modo alejar de nuestro porvenir el obscuro panorama del calentamiento global y el  cambio climático y asegurar que en  el futuro para las siguientes generaciones  siempre se  presente un nuevo amanecer.

Sin darnos cuenta cayó la noche y la multitud de habitantes del tupido bosque (tan característico del verde Estado de Mississippi), empezaron a  hacerse un lugar con su resonancia  a medida que la actividad humana menguaba. El firmamento  se transformó en un  tapiz negro atiborrado de estelares luces que titilaban sin parar mientras la noche avanzaba y los innumerables cantos, trinos y chirridos que emitían las aves, insectos y  los numerosos seres noctámbulos  se fueron convirtiendo en una acompasada sinfonía  que al final se adueño de la noche con una cada vez más alta presencia  sonora que terminó por arrullarnos por completo y nos  fusionó humildemente  como una más de las tantas especies que compartían aquella noche vibrante.

El amanecer, horas después, no pudo ser  más espontaneo ya que un conjunto de sonidos emitidos por diferentes animales ofrecían un concierto más apacible que el nocturno, y como en toda performance en vivo siempre hay quien da la nota disonante, en este caso a los armónicos sonidos de la naturaleza se sumó  el canto de un aprendiz, que según los entendidos, se trataba de una cría de cuervo que evidentemente  emitía sus primeras coplas con todo el ímpetu y   la energía de quien emerge  a la vida, y  con sus desafinados graznidos  se encargó de despertar, sin duda alguna,  a todo el Parque Estatal Roosevelt y anunciar, con aquellos  gritos destemplados,  la llegada de un nuevo amanecer.

 

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