La agudeza de intelecto no es frecuente. Sólo algunos privilegiados disfrutan de ese don natural. Entre ellos, una minoría de escritores. Los que a base de bucear por los senderos de la vida han logrado calar hondo en las realidades humanas.
Siempre llevo presente la frase aguda de aquel filósofo escéptico que andaba cerca de la verdad al decir que “la mayoría de los amigos son como los paraguas en días de lluvia; cuando se necesitan no se abren”.
Cierto que una minoría hace posible al hombre la convivencia humana. Sin embargo, las personas fallan frecuentemente en su solidaridad con sus semejantes y en su justa apreciación de los mismos.
El español lo perdona todo, menos el talento (Benavente)
El triunfo ajeno se sobrelleva francamente mal. Benavente llegó a escribir que “el español lo perdona todo, menos el talento”. Y lo mismo podría afirmarse del puertorriqueño: es universal. Alguien ha llegado a afirmar, coincidiendo con Ortega, que si en lugar de dedicarnos a perder nuestro tiempo intentando destruir a los demás o defendernos de ellos, aplicáramos nuestras cualidades a hacer algo productivo y constructivo, realizaríamos cosas muy estimables. Pero andamos tan atareados con atacar a los que triunfan o con aplicar nuestro instinto defensivo a esquivar las acometidas ajenas, que apenas nos queda tiempo para nada. Lo importante es cuidar la propia parcela en detrimento del área insular. ¡Así andamos!
El triunfo de cualquiera resulta incómodo al que no lo disfruta como propio. Y origina las más ásperas rivalidades. La envidia florece, como las plantas silvestres, en los terrenos más áridos.
Estas rivalidades no son privativas de los escritores. Sin embargo, hemos de reconocer que en el mundillo del arte es que hallan mayor resonancia que en cualquier otra profesión o ambiente.
Hemos presenciado recientemente cómo al escaparate de la política se asoman con harta frecuencia competiciones enconadas, cuyas intimidades se airean. En el teatro, donde los divos no admiten, sin riesgo de sufrir un ataque a su vesícula biliar, que aplaudan a una figura secundaria, sucede igual. La vanidad humana lo desquicia todo. Hay gradaciones que desequilibran las facultades estimativas: las propias y las ajenas. De sobra sabemos que no hay una gran actriz para una actriz, ni gran escritor para otro, ni médico de excepción para otro matasanos. En política ―hay que destacarlo― la plusvalía es meliflua; pero en definitiva, la realidad es que hay casi siempre una singular resistencia a admitir el talento a los demás. Si entre escritores ahondan las diferencias, se debe a que las fricciones, por ser más sutiles, son más sensibles.
La Pardo Bazán y Palacio Valdés se profesaban entre sí una fina antipatía. Pereda se dolía de que se le silenciaran su éxitos, o de que los elogios se le hicieran reservadamente por escritores que podían airearlos sin esfuerzo alguno, con mayor generosidad. Menéndez Pelayo se quejaba de que doña Emilia solía relegarlo a la “Sección de libros recibidos”. Alarcón arremetía contra Galdós; Palacio Valdés, contra el novelista granadino; y Clarín, a su vez, al tiempo que se conocía de la conspiración del silencio practicaba en torno suyo, disparaba sus agudas flechas a diestro y siniestro.
Este desacuerdo se refleja no sólo en el ambiente literario, sino en el económico, en lo político y en el científico. Cualquier triunfo ganado legítimamente pretende ahogarse las más de las veces para que no trascienda, para que la onda luminosa no llegue a los demás. De ahí las conspiraciones que silencian los méritos ajenos, fingiendo ignorarlos. Es la acidez amarga que hacía saltar a Unamuno, indignado. Hay una hepatitis colectiva frente a las individualidades selectas, una hostilidad mezquina ante la valía ajena, un recelo torvo que sólo revela el enanismo de las eternas medianías, de los mediocres de materia y espíritu.
Cuando el talento es claro, innegable, capaz de resistir toda clase de embates de envidia, se ataca entonces al hombre en su aspecto privado. Repugnante. Es un medio ínfimo de regatearle el mérito o de entibiarlo al menos. “Vale mucho, pero….”. El adversario sirve de apoyatura, de contrapunto, de censura velada, de reconocimiento condicionado, disconforme, ante el que se unen en compacta masa los enanos de espíritu.
Desgraciadamente, resulta más fácil que el hombre tienda la mano a sus semejante en desgracia ―la mayor parte de las veces para inflar su ego― que aplaudir su triunfo. Sobre todo, si el triunfo tiene como base firme, sólida, un reconocido talento… pero… ajeno.