Juan Manuel Castañeda
Antes del alba, pasadas las tres de la mañana y entre algunas bombardas, el sonido del bombo convoca a los músicos. Suben al cerro Huajsapata, ubicado a unas pocas calles de la Plaza de Armas de Puno, caminando o en noctámbulos taxis. La ciudad está a orillas del lago navegable más alto del mundo. Ataviados con sendos ponchos de vicuña, abrigadoras bufandas y elegantes sombreros. Premunidos de zampoñas, en su cima entonaran potentes melodías telúricas frente al lago Titicaca, mucho antes aun que las luces del sol se abran paso en la obscuridad. Este rito musical se replica en muchos barrios o cerros circundantes de la ciudad y del lago.
Las albas o albazo se celebran en la madrugada del primero de febrero y se repiten a los ocho días, fecha comúnmente conocida como la octava. Constituye una parte crucial de la Festividad de la Virgen de la Candelaria de Puno. Luego del albazo se dará paso a la algarabía de los bailes que exhiben la fastuosidad de esta celebración con sus esmerados trajes. Esta fiesta ha sido declarada Patrimonio Mundial Inmaterial por la UNESCO, y aunque este año haya sido suspendida por motivos de emergencia global, su ausencia es una excusa poderosa para recordarla.
A pesar de las inclemencias meteorológicas, el impulso por subir a tocar, bailar o simplemente observar el nacimiento del amanecer acompañando esta fiesta son irresistibles. Por ello el frio, viento o la lluvia tupida no son un impedimento sino un aliciente más que promete enriquecer un momento irrepetible.
Mientras uno se va acercando al cerro se oyen los golpes del bombo uniéndose a las sinfonías de las zampoñas. Melodías que parece que el viento cinceló en las gélidas montañas. La zampoña es un instrumento de viento constituido de cañas entrelazadas tanto de seis (ira) y siete (kaña) piezas, estas a su vez, van tejiendo sonidos que se asemejan a una conversación trenzada con notas musicales. Al grupo musical de zampoñas se le llama Sikuris y durante este amanecer, con cada soplido de las cañas, presenta su tradicional saludo a través del sonido de las zampoñas y al unísono con sus coros. El frio del amanecer es conjurado con un ponche con pisco o ron que atempera el cuerpo y el espíritu.
A partir de este recital auroral la ciudad, normalmente apacible, se ira transmutando en una gigantesca pasarela de danzas. La transformación se inicia como algo casi imperceptible; mientras conversas apaciblemente, sentado en una banca del parque Pino, se cuela en el ambiente el sonido de una potente banda que no se sabe de dónde viene y como llega desaparece. Sigues tu camino y, sin darle mucha importancia, te topas con dos trompetistas acicalados con elegantes trajes de corbata que marchan presurosos hacia algún lado. Continúas transitando y lo más seguro es que te cruces con alguna bailarina, caminando apurada hacia algún lugar, ataviada con un traje de luces tan espectacular que te obligue a voltear.
Y caes en cuenta que la ciudad está íntegramente tomada por los danzantes cuando intentas cruzar una calle y comprendes que es imposible porque una comparsa interminable ensaya sus pasos acompañada de hasta tres bandas de música intercaladas entre una multitud de bailarines entre los cuales se encuentran abogados, médicos, contadores, ingenieros, profesionales de turismo, comerciantes y personas de casi todas las profesiones y oficios de la ciudad. No exageramos al decir que también la policía y el ejército organizan sus propios conjuntos para participar de esta festividad.
Por un par de semanas la ciudad de Puno se transforma entonces en el centro innegable del folklore en todas sus manifestaciones. Se necesitaría mucha tinta para describir esta festividad. La urbe entera, con los miles de visitantes y bailarines que llegan de todo el Perú y diversas partes del mundo, se sumergen entonces en esta cíclica catarsis social; una cita, que no hace otra cosa que renovarse cada año. La fiesta implica también un enorme movimiento económico que promueve a la región entera. La devoción impulsa esta frenética festividad que además se aviva con el concurso en el estadio y con el pasacalle por toda la ciudad.
Entonces no habrá sol incandescente, mal de altura (la ciudad está ubicada a 3827 msnm), lluvia torrencial o tormenta eléctrica que impidan que las comparsas de baile recorran las calles de Puno de día o de noche. La urbe vibra al ritmo pegajoso de las danzas de traje de luces como la Diablada o la Morenada, baila con las cadencias acompasadas de los bailes autóctonos y vuela con los peculiares movimientos de la danza que emerge del sonido de las zampoñas. Estas últimas certifican su larga presencia en la zona como los instrumentos milenarios que entonan singulares composiciones. Acaso de las zampoñas brotaron las primeras notas musicales que sonaron al borde del lago Titicaca.
Son esas mismas melodías de Sikuris las que animan el amanecer en este albazo. Un ejercicio sin tiempo, sin inicio ni final, que evidencia la larga relación del ser humano con la tierra altiplánica y el lago sagrado. A lo lejos, los rayos del sol se cuelan a través de primigenias nubes e iluminan un reposado lago Titicaca celeste, mientras que en el cerro Huajsapata las menudas gotas de lluvia se suceden sin cesar y el viento las zarandea de tal manera que dibuja un halo plateado en la silueta de cada participante de este singular saludo musical.
Momentos antes de las seis de la mañana el tradicional conjunto de Sikuris del barrio Mañazo, una de las agrupaciones que acude a esta celebración; al igual que la agrupación Zampoñistas del Altiplano y otras muchas, abandona lentamente el lugar. Se van a la misa con la Virgen de la Candelaria. Avanzan despacio, dejando atrás la estatua del Inca Manco Cápac que observa la ciudad desde la cima del Cerro Huajsapata. Van haciendo largas paradas mientras entonan más canciones, marchan lento, como queriendo no irse. Les siguen los asistentes acompañándoles con sus bailes. Al frente queda el lago Titicaca, que va mostrando poco a poco toda su magnificencia a la luz del sol. Iniciar la gran fiesta y recibir el día de esta manera constituye un rito milenario de respeto a lo sagrado y a la naturaleza que se repetirá continuamente, por ello mismo el carácter del albazo, simplemente se intuye como infinito.