Walter Benjamin: Infancia es perenne

Por Jairo Máximo                                                                

Madrid, España – (Blog do Pícaro) – En la infancia cuando mis progenitores me hacían regalos en fechas señaladas les preguntaba por qué mis hermanos recibían regalos más grandes que los míos. “La esencia, en tarro pequeño se vende”, respondía mi madre. Décadas después el libro Infancia berlinesa hacia mil novecientos (Periférica, 2021), de Walter Benjamin, me hizo recordar lo que mi madre me enseñó en la infancia brasileña: las cosas pequeñas atrapan y alimentan el alma.

“El desesperado suicidio de Walter Benjamin durante su huida de los nazis, el 26 de septiembre de 1940 en Port Bou, se han convertido en un símbolo que define la trágica historia del pensamiento en el convulso siglo XX. El autor alemán combinó una rarísima mezcla de erudición, imaginación interpretativa, sagacidad política y sensibilidad literaria. Su obra, afortunadamente asistemática e inagotable, condensa la reflexiones más lúcidas de nuestro tiempo sobre arte, política y literatura. Por eso, ochenta años después de su trágica muerte, su eco está más vivo que nunca”, escribe la editorial en la solapa de la obra.

Los relatos reunidos en Infancia berlinesa hacia mil novecientos, que tiene un formato que se ajusta al bolsillo de una chaqueta, fueron escritos a salto de mata y publicados de manera dispersa en periódicos, muchas veces con seudónimo, porque su nombre estaba proscrito en Alemania.

Walter Benjamin (1892, Berlín, Alemania −1940, Por Bou, España) fue filósofo, crítico literario, traductor y ensayista. Está considerado como uno de los pensadores alemanes más importantes e influyentes del pasado siglo.  

Palabras de Benjamín. Los prólogos siempre deben incitar a la lectura. Tienen que alumbrar con intensidad el inicio de la misma. El que firma Walter Benjamin para introducirnos en la lectura de Infancia berlinesa hacia mil novecientos, deslumbra.

“En  1932, estando en el extranjero, comencé a vislumbrar claramente que pronto tendría que despedirme durante un tiempo, tal vez duradero, de la ciudad donde nací. En mi interior había experimentado varias veces lo curativo que es el procedimiento, de la vacuna y volví a acogerme a él en aquella circunstancia, evocando de forma deliberada las imágenes que, en el exilio, suelen despertar con más fuerza la nostalgia del hogar: las de la infancia. El sentimiento de añoranza no debía, en ese proceso, apoderarse del espíritu, del  mismo modo en que la vacuna no debe adueñarse de un cuerpo sano. Procuré ponerle barrera asumiendo el carácter irrecuperable, no biográfico y fortuito, sino social y forzoso, de lo pretérito. De ahí que los rasgos biográficos, que se perfilan más en la continuidad de la experiencia que en su profundidad, pasen por completo a un segundo plano en estos ensayos. Y con ellos, las fisonomías, tanto de mi familia como de mis compañeros. Por el contrario, he tratado de captar las imágenes  en las que la experiencia de la gran ciudad se deposita en un niño de clase burguesa. Tengo por posible que a imágenes de esa índole les esté reservado un destino propio. No les aguardan aún formas acuñadas, como aquéllas que, para el sentimiento de la naturaleza, se hallan desde hace siglos a disposición de los recuerdos de una infancia pasada en el campo. Por el contrario, las imágenes de mi niñez en la gran ciudad tal vez consigan prefigurar  en su interior una posterior experiencia histórica. En tales imágenes al menos se observará, confío, lo mucho que, lo mucho que aquél de quien aquí se habla renunció más tarde a la protección de la que había disfrutado en su infancia”.

Barra libre. Curiosamente, en la edición de Infancia berlinesa hacia mil novecientos, sacada a la luz por la editorial Periférica, encontramos un aviso revelador: “La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales”.

He aquí dos aperitivos:

Noticia de una muerte

“Debía de tener cinco años. Un día, estando ya acostado en la cama, llegó mi padre. Venía a darme las buenas noches. Fue tal vez medio sin querer como me dio la noticia de la muerte de un primo suyo. Era éste un hombre mayor con el que yo no tenía ningún trato. Mi padre me contó la noticia con todo lujo de detalles. No asimilé todo su relato. En cambio, aquella noche mi dormitorio se me quedó grabado en la memoria, como si supiera que un día volvería a tener algo que hacer en él. Hacía ya tiempo que era un adulto cuando oí decir que el primo había muerto de sífilis. Mi padre había entrado para no estar solo. Pero visitaba mi cuarto, no a mí. Ninguno de los dos quería tener confidente”.

El calcetín

“El primer armario que se abrió a mi antojo fue la cómoda. Bastaba con tirar del ponto para que la puerta diera un brinco hacia mí. Entre las camisas, camisetas y batas que detrás de ella se guardaban, se encontraba aquello que a mis ojos convertía la cómoda en una aventura. Me abría paso hasta su último rincón y ahí era donde daba con mis calcetines, que descansaban unos sobre otros, enrollados y doblados a la vieja usanza. Cada par ofrecía el aspecto el aspecto de una bolsita. Nada superaba el placer de adentrar la mano en lo más hondo de su interior. No lo hacía por el calor que me procuraba: lo que me arrastraba hacia sus profundidades era “lo que traía dentro”, que yo siempre sujetaba con la mano en su interior enrollado. Una vez ceñido con el puño y después de cerciorarme al máximo de la posesión de la suave masa lanar, comenzaba la segunda parte del juego, la cual entrañaba todo un descubrimiento, pues ahora desenrollaba la bolsita de la lana sacando, “lo que traía dentro”. Me lo acercaba cada vez más hasta que ocurría algo desolador: al acabar la operación, tanto la bolsa como “lo que traía dentro” dejaban de existir. No me hartaba de hacer esta comprobación. Me enseñó que la forma y el contenido, lo envuelto y el envoltorio son idénticos. Me instruyó para extraer de la poesía la verdad con tanta cautela como la mano infantil sacaba de “la bolsa” el calcetín”.

Diamantes eternos. La lectura al vuelo de cualquiera de los treinta textos de Infancia berlinesa hacia mil novecientos, es como caminar por Berlín, con pantalón corto y de la mano de Walter Benjamin, sin nunca haber estado en la ciudad. Con concisión y melancolía el autor consigue resucitar al niño que todos llevamos dentro; despierto o dormido.●