Los huérfanos del Muro de Berlín

Bertrand de la Grange

Solo diez líneas le dedicó Prensa Latina a la noticia que conmocionó al mundo. Bajo un título aséptico –“Anuncia la RDA apertura de sus fronteras”–, la agencia cubana relató el 9 de noviembre de 1989 que la República Democrática Alemana acababa de tomar una “disposición” administrativa por la cual “los ciudadanos podrán realizar viajes privados sin necesidad de explicar los motivos…”. La palabra “muro” no figuraba en el teletipo. Tanta parquedad reflejaba el desconcierto imperante en La Habana.

El hecho trascendental que celebraban los medios occidentales era una catástrofe para los aliados de la Unión Soviética en el continente americano. Cuba y la Nicaragua sandinista estaban de luto. Las guerrillas todavía activas en la región, sobre todo el FMLN salvadoreño, la URNG guatemalteca y, en menor medida, las FARC colombianas, veían cómo se reducía su espacio logístico y diplomático con el debilitamiento del bloque comunista.

El viaje a Cuba de Mijaíl Gorbachov, unos meses antes, había puesto en evidencia el abismo que separaba el presidente soviético del entonces Máximo Líder, aferrado a la ortodoxia ideológica y detractor de las reformas económicas de la perestroika, vista desde La Habana como un remedo del capitalismo. “Hemos visto cosas tristes en otros países socialistas, cosas muy tristes”, diría más adelante Fidel Castro en referencia a los cambios que llevarían dos años después al colapso de la URSS, con sus consecuencias devastadoras para la economía cubana, totalmente dependiente de los subsidios de Moscú.

Los acontecimientos del 9 de noviembre alarmaron también a los dirigentes sandinistas en Nicaragua. No se lo esperaban, pese a –o quizá por culpa de– sus estrechas relaciones con la Stasi, el aparato de inteligencia de la RDA, que manejaba con los cubanos la seguridad de los nueve comandantes de la revolución. Un año antes, la Stasi había tenido un papel relevante en la operación Berta para cambiar manu militari la moneda nicaragüense, en un intento desesperado para frenar una inflación del 36.000%, que el Gobierno lograría reducir al 2.000% en 1989.

Cuando llegaron las noticias de Berlín, Nicaragua estaba inmersa en una campaña electoral muy tensa. A petición de la Casa Blanca, Gorbachov había convencido al Gobierno sandinista de adelantar las elecciones de varios meses, al 25 de febrero de 1990. Se trataba de buscar una salida política a la guerra entre las fuerzas sandinistas, apoyadas por La Habana, y una rebelión esencialmente campesina, la Contra, sostenida por Washington. Managua era entonces una pieza importante en el tablero geopolítico regional, y EE UU temía que El Salvador fuera la siguiente ficha en caer.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) esperaba conseguir con esos comicios la legitimidad democrática para convencer la comunidad internacional de la necesidad de desarmar la Contra bajo la supervisión de Naciones Unidas. Enfrente, la Unión Nacional Opositora (UNO), coalición de 14 partidos de todos los colores, de derecha y de izquierda, parecía no tener la más mínima posibilidad de ganar. Su candidata, Violeta Barrios, viuda de Joaquín Chamorro, asesinado en tiempos de Somoza, era un ama de casa sin experiencia política. En cambio, el FSLN contaba con la maquinaria avasalladora del Estado para imponer a su candidato, Daniel Ortega, que llevaba una década en el poder.

La Prensa, propiedad de la familia Chamorro, dedicó una extensa cobertura a los eventos de Berlín, incluyendo una columna de opinión titulada “Caída del muro, un milagro de la  historia”. Antonio Lacayo, yerno e inseparable asesor de la candidata de la UNO vio la oportunidad que se les presentaba. “Supimos de inmediato que ese hecho histórico tendría repercusiones muy favorables para nosotros en la campaña contra los sandinistas”, cuenta en un libro publicado en 2005, La difícil transición nicaragüense. “Comentamos que si los alemanes eran capaces de quitarse de encima una dictadura de más de cuarenta años, nosotros podíamos quitarnos la nuestra de diez…”

No se equivocó. En contra de las encuestas, de la prensa internacional y de los diplomáticos, que vaticinaban una victoria holgada para Daniel Ortega, ganó Violeta de Chamorro con casi el 55% de los votos.

“La derrota electoral de los sandinistas fue nuestro muro de Berlín, estábamos convencidos de que iban a ganar”, contaría más adelante Joaquín Villalobos, uno de los cinco comandantes de la guerrilla salvadoreña, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que tenía su retaguardia en Managua. En cambio, los acontecimientos de noviembre de 1989 en Alemania no les afectaron “moralmente” y decidieron seguir con sus planes de lanzar una ofensiva militar sin precedente contra la capital San Salvador y las principales ciudades del país.

Los tiempos políticos de Centroamérica no coincidían con los de Europa del Este. La guerrilla salvadoreña veía peligrar su supervivencia ante las presiones de EE UU sobre Gorbachov para parar las entregas de armas soviéticas a través de Cuba y Nicaragua. El FMLN soñaba aún con la conquista del poder por la vía de las armas, aunque sus mandos más realistas se conformaran con lograr un mayor control del terreno en previsión de una negociación con la otra parte.

Mientras agonizaba la Guerra Fría y los ciudadanos de Alemania Oriental celebraban su nueva libertad, los mandos del FMLN apuraban los últimos detalles de la operación Hasta el Tope en las casas de seguridad puestas a su disposición por el Gobierno sandinista. El 11 de noviembre, un poco antes de las 8.00 de la noche, Radio Venceremos recibió la comunicación de Joaquín Villalobos: “Ya estamos en el macho. De aquí por allá, no hay retroceso”, dijo desde Managua. Empezaba la ofensiva.

Los soviéticos montaron en cólera al sentirse engañados por sus aliados sandinistas, que se habían comprometido a cortar la ayuda logística al FMLN. El ministro de Asuntos Exteriores, Eduard Shevardnadze, uno de los más cercanos colaboradores de Gorbachov, había viajado a Nicaragua el mes anterior para anunciar la decisión de Moscú de colaborar con el plan de paz para Centroamérica, puesto en marcha dos años antes con el apoyo de la comunidad internacional.

Cerca de 4.000 salvadoreños murieron en las dos semanas de combates, entre guerrilleros, soldados y población civil. ¿Se logró algo? Según el escritor David Escobar Galindo, ex negociador del Gobierno, “la ofensiva del 11 de noviembre de 1989 abrió la posibilidad de la paz al demostrar que la guerra no se podía decidir militarmente.” Se había llegado al equilibrio del terror. Ambos bandos firmarían la paz en 1992 y, lejana consecuencia del derribo del Muro, el FMLN llegaría al poder por la vía electoral en 2009.

Artículo publicado el 9 de noviembre de 2014 en El País (España):

http://internacional.elpais.com/internacional/2014/11/08/actualidad/1415480733_145989.html